Una vez más las, ahora
florecientes, democracias latinoamericanas se ven amenazadas por el fantasma de
los golpes de estado. Las sombras oscuras que se ciñeron sobre el continente en
décadas recientemente pasadas, vuelven a merodear a dicha región como una mala
pesadilla que se niega a terminar. Si antes fue Venezuela, Honduras o Ecuador,
las que veían como su institucionalidad se veía intimidada por los deseos
fascistas de las derechas de este lado del mundo de negarse a repartir la torta
como se debe, hoy es el turno de Paraguay, donde, utilizando artimañas legales,
los “yanaconas” intentan despojar a Fernando Lugo del poder para seguir gozando
de las prebendas, las regalías y los privilegios que por años disfrutaron, y que hoy veían tambalearse.
Escudados en un espurio juicio
político, los “honorables” diputados paraguayos votaron someter a dicho proceso
al primer mandatario luego de que hace prácticamente una semana, diecinueve
personas perdieran la vida en enfrentamientos entre campesinos y la policía en
el noreste del país, cerca de la frontera con Brasil. Los congresistas
aseguraron que Lugo había “mal desempeñado sus funciones”, afirmando, entre otros puntos, que el ex obispo
fue cómplice del asesinato de siete policías que perdieron la vida en aquella
escaramuza del viernes recién pasado.
Sin embargo, ese es la parte más
delgada del hilo por donde la derecha paraguaya pretende cortar la democracia
de aquel país. Los sucesos acontecidos hace siete días, y que pretenden exponer
al mundo como las motivaciones a la salida de Lugo, se gestan hace décadas
atrás, cuando terratenientes y grandes hacendados de Paraguay se vieron
beneficiados por la cruenta dictadura de Alfredo Stroessner, quien les entregó
tierras que en el gobierno de Federico Cháves, dignatario al cual él derrocó, estaban
destinadas a una reforma agraria que tenía por objetivo proveer de tierra a los
campesinos.
Así, y tras la asunción de
Fernando Lugo como Presidente de Paraguay en 2008, los movimientos campesinos,
aglutinados en el Movimiento Campesino de los Carperos y en la Coordinadora por
la Recuperación de las Tierras Malhabidas, entre otras organizaciones,
comenzaron a presionar al gobierno para que llevase a cabo una reforma agraria con
todas las de la ley y cumpliera con lo que durante la campaña electoral se
había comprometido.
El primer mandatario no eludió su
compromiso y se embarcó en su promesa de repartir la tierra al campesinado que
vio como por años sus demandas no eran escuchadas. No obstante aquello, Lugo y
las propias organizaciones campesinas se vieron maniatadas en su empeño, puesto
que gran parte del aparataje político e institucional guaraní todavía sigue
influido por las malas prácticas de la dictadura y por los gobiernos corruptos
de la pseudo democracia que vivió Paraguay tras la caída de Stroessner, los
que, viéndose afectos a las expropiaciones, permutas y transformaciones que se
llevarán a cabo, no han dudado en poner cortapisas y dificultades a los cambios
que pretende desarrollar el gobierno.
Así, la única salida que han
encontrado dichas organizaciones ante todos los obstáculos que se les han
puesto es la de la toma de terrenos que reclaman para sí o de las estancias que
permanecen en litigio con el estado por no presentar los dueños títulos manifiestos
de que aquellos dominios les pertenecen.
Haciendo hincapié en este último
punto, es necesario destacar que durante la dictadura de Alfredo Stroessner se
creó el Instituto de Bienestar Rural, con la intención de encargarse de la
distribución de tierras y de la colonización. Así, dicho estamento debía
adjudicar más de 11 millones de hectáreas, equivalentes al 29% de la superficie
total de Paraguay. Sin embargo, lo que se presentaba por fin como una
repartición igualitaria de tierras, terminó siendo un verdadero
"tongo" que le entregó terrenos a los mismos de siempre. Así, 2,48%
de los beneficiados recibieron el 74% de las tierras, mientras que el otro
97,52% se tuvo que conformar con repartirse tan sólo el 26% de las hectáreas.
Este fraude, entonces, dio paso
al desarrollo de la economía agroexportadora paraguaya de latifundistas y
hacendados, los que se quedaron bajo prácticas poco decorosas con más de 9
millones de hectáreas, es decir, terrenos de propiedad estatal que fueron
adjudicados de forma ilegal a personas que no tenían que ser beneficiadas con
el proceso de reforma agraria, entre ellos presidentes de la república,
generales, militares, políticos, jueces, etc., quienes hasta el día de hoy
detentan el dominio de aquellas tierras.
A raíz de esto, no era extraño
esperar que el reguero de sangre surgiera a borbotones. Los campesinos no
cesarían en su lucha por exigir lo que les habían prometido y que les era
justo, y los terratenientes no cederían ni un centímetro de las tierras que
fraudulentamente habían adquirido, pues el mismo poder político les aseguraba
su mantenimiento, toda vez que desde oficiales de la policía hasta altos
jerarcas del estado se contaban entre los beneficiados por dicha estafa.
De esta forma, se llegó a la
fatídica jornada del 15 de junio de 2012. Aquel día, alrededor de 150
campesinos sin tierra, organizados en el Movimiento Campesino de los Carperos,
se tomaron la estancia Morombí, propiedad del empresario y ex senador del
Partido Colorado, Blas Riquelme, aduciendo que dichas tierras habían sido
adquiridas de mala forma por el latifundista. Y razón tenían, pues según consta
en investigaciones de las organizaciones pro reforma agraria, Riquelme se
habría beneficiado mediante subterfugios legales con más de 50 mil hectáreas
que pertenecen al estado paraguayo.
Los manifestantes exigían que el
Gobierno distribuyese dichos terrenos, sin embargo, el Poder Judicial, a través
de una orden emanada por un juez y una fiscal, decretaron el desalojo de los
terrenos mediante la fuerza policial. Así, la tarea de expulsar a los
campesinos quedaría en manos del Grupo Especial de Operaciones (GEO), de la
Policía Nacional de Paraguay. Un grupo selecto de policías de élite, entrenados
en Colombia y con preparación para combatir la lucha contrainsurgente. Y es aquí
donde la posibilidad de un sabotaje urdido por los cuadros de inteligencia de
la Policía, en concomitancia con la derecha paraguaya y el poder judicial, para
salpicar a Fernando Lugo, someterlo a un juicio político y hacerlo a un lado
del gobierno toma cabal relevancia, pues, ¿cómo se explica que los propios campesinos,
armados solamente con escopetas, machetes y palos, pudieran emboscar y asesinar
a seis policías entrenados internacionalmente en la lucha antisubversiva?
La primera parte del plan se
había llevado a cabo a la perfección: la criminalización del campesinado, camarilla
de haraganes que sólo querían dichos terrenos para volver a venderlos.
Asimismo, las miradas se volverían contra el ejecutivo quien presenciaba, de
manera indolente, como las organizaciones sociales asesinaban a mansalva a la
policía. La primitiva jugada les salía a la perfección: Los medios
tradicionales tergiversaban los sucesos, y
el escarnio público caía agudo sobre el presidente y los pueblerinos. De
esta forma, evadieron sigilosa y perfectamente
la responsabilidad que les cabía en estos mismos hechos por rehusarse a devolver
lo que no les pertenece y por negarse a
ser sometidos a una reforma agraria, oponiéndose fervientemente a los cambios
que significan que el pueblo protagonice la democracia, y cargándole todo el
peso de la culpa a las organizaciones del campesinado.
Tras aquello, vendría el zarpazo
final de este lóbrego plan. Embelleciéndolo y presentándolo como una figura
legal consagrada en la carta magna de aquel país, los congresistas aprobaron
sumariamente someter a Fernando Lugo a un juicio político, acusándolo de haber
desempeñado de manera perniciosa las atribuciones que le consagran la
constitución y las leyes. En resumidas cuentas, un vía legal para hacer a un
lado a la piedra en el zapato que significa Lugo para la derecha y para los
terratenientes paraguayos.
La figura del juicio político se
presenta nuevamente para la oligarquía paraguaya como la “cartita bajo la manga”
para deshacerse de un mandatario indeseable. Si antes habían hecho lo propio
con jerarcas proclives a sus intereses como con Raúl Cubas, destituido por la
masacre que acabó con la vida de siete opositores, acusado de corrupción y
sindicado como el autor intelectual del asesinato del vicepresidente de aquella
época, Luis María Argaña, hacerlo con el "Obispo de los Pobres", antagonista
acérrimo de sus intereses, no significará un mayor problema.
De esta forma, y como sucedáneo “diáfano”
de un golpe de estado militar, los oligarcas terratenientes guaraníes reivindican
la figura del juicio político utilizándolo de manera impúdica, lo que está
llevando al Paraguay a regresar a las turbulentas e inestables jornadas de
antaño. La sedienta sed de poder y de dinero, ha sacado a relucir lo más
repugnante de la derecha de dicho país, poniendo en juego la elección limpia y
democrática de un presidente para superponer los intereses del mismo grupo que
se ha privilegiado durante toda la historia, a través de un proceso que cada
vez se muestra cada vez más como una herramienta inadecuada y que se presenta
como el comodín para desvencijar procesos que no les son afines a la élite
guaraní.
Hoy, hasta hace pocos instantes, y
en dependencias del Congreso de Paraguay, se llevaba a cabo la primera parte del Juicio
Político, donde integrantes de la Cámara de Diputados expondrían los cargos que
se levantarán contra el Presidente de la República, entre los que se cuentan varias
denuncias que van desde la inseguridad ciudadana, la presunta influencia de la
política en las Fuerzas Armadas, hasta la responsabilidad que le cabe al
mandatario en la matanza de Curuguaty, hecho por el cual exigen su inmediato
alejamiento del poder.
Mañana, en tanto, se espera que
Lugo haga sus descargos frente al Senado, ente que las oficiará de tribunal, para
que a media tarde se emita el fallo. De ser
destituido, tomará su lugar al mando de la nación, Federico Franco,
líder del Partido Liberal, conglomerado que hasta hace solo unas jornadas
pertenecía leal al mandatario.